Democracia, capitalismo, emancipación


En gran parte de América del Sur nos encontramos en una situación que repite casi automáticamente la misma forma: El enraizamiento de una serie de gobiernos de orientación populista que surgen en medio de un ciclo de luchas y revueltas populares. Las irrupciones políticas que aún no lograron sostenerse en una organización consecuente fueron sucedidas por un inevitable proceso de normalización estatal. Tenemos a Chávez en Venezuela, a Correa en Ecuador, a Evo Morales en Bolivia, y podemos incluir, con todas las salvedades necesarias, a los gobiernos kirchneristas en Argentina.

Ante la ausencia de una organización política emancipativa estos gobiernos vinieron a responder a las insurgencias populares con una reedición de los viejos populismos y un pragmatismo refractario, presentándose como la renovación necesaria del sistema político. Fueron la reacción estatal a las brechas que se abrieron en los últimos 20 años con el Caracazo en Venezuela, la experiencia zapatista, el ciclo de levantamientos y movilizaciones en Bolivia, y las jornadas de Diciembre de 2001 en Argentina, entre otros acontecimientos. Para los gobiernos emergentes en este período, todo el potencial emancipativo de estas experiencias se reduce a un malestar de época fruto de la necesidad histórica, cuyo gesto insurreccional debe ser normalizado e institucionalizado, bajo la tutela de la democracia. Y es así como nace este –llamémosle– populismo del siglo XXI: recogiendo el guante, pero evitando el duelo. Estos simulacros de invención política son amparados por una conveniente apelación a la especificidad de las circunstancias locales y contemporáneas. Como si la siempre irreductible particularidad de las situaciones no permitiera el esclarecimiento de sus coordenadas ideológicas, ni la conjugación de sus orientaciones subjetivas.

En un escenario de relativo crecimiento económico regional en gran parte debido al desplazamiento mundial del eje centro-periferia –como consecuencia de la crisis económica– los gobiernos “progresistas” impulsaron una tibia redistribución de las riquezas nacionales, algunas medidas proteccionistas acompañadas de cierta retórica antiimperialista, un fuerte énfasis (en principio discursivo) en lo nacional y regional, ocasionales fricciones y conflictos con la oligarquía terrateniente y una insistente prédica de la primacía de la gestión económica y el respeto de los derechos humanos.

En el caso argentino esta prédica tiene el signo de la inclusión. El gobierno de Néstor Kirchner surge como la promesa de superación de la época neoliberal, luego de los fallidos intentos de restablecer el orden institucional con la lógica de la secuencia anterior (secuencia de la que el kirchnerismo es más tributario que sucesor), viéndose obligado a inaugurar un ciclo de concesiones a las que se les dio el nombre de inclusión social (que en los hechos se trata simplemente de integración al mundo del consumo). Se habla de crecimiento, pero con inclusión social. Se sostiene un modelo extractivista y agroexportador, pero con soberanía nacional y popular. Nos movemos dentro de los márgenes del capitalismo, pero se trata de un capitalismo “serio”.

En definitiva, el populismo del siglo XXI se manifiesta como una manera de sostener la estabilidad económica en vistas de un orden más o menos “democrático”, y sentar las bases para un nuevo período de acumulación capitalista en aquellos países donde la hegemonía neoliberal se ve seriamente cuestionada, y donde la vía dictatorial no garantiza la pasividad política de los pueblos.


Medios (y fines) de comunicación masivos

Lo específico de esta época, en cuanto a la discusión de ideas, es la progresiva polarización entre el poder institucionalizado y los medios informativos. El contrapeso ideológico de los gobiernos democráticos ya no se manifiesta tanto en el terreno de los partidos políticos, los sindicatos y las instituciones estatales, sino más bien en el campo de la producción “industrial” de ideas, en gran parte monopolizada por los medios masivos de información. Las ideas hegemónicas se empaquetan y se venden como cualquier otra mercancía. Pasamos de la propaganda a la publicidad. Si bien hay cierto consenso generalizado acerca del rol actual del periodismo, y una aceptación implícita del hecho de que la prensa miente, de que ya no meramente informa sino que deliberadamente distorsiona los hechos basándose en recortes parciales de la realidad, por medio de operaciones, montajes y puestas en escena, esta aceptación no produce mayores consecuencias. Más bien propicia un diálogo de sordos. La textura simbólica que puede articular una ética común frente a las distintas posiciones tomadas está seriamente dañada. Este sospechoso acuerdo implica que sólo hay intercambio de opiniones, que no hay verdades independientes de interpretación o consenso, que sólo circulan variaciones de un mismo motivo. 

El kirchnerismo aprovecha este desplazamiento de la confrontación y el antagonismo real para poner en escena una feroz batalla –aunque principalmente simbólica y discursiva– contra los grupos más reaccionarios del poder, que a su vez gozan ampliamente del amparo de los medios de comunicación masivos (o medios de “oposición”, como los llama la presidenta). Pero en esta simetría tan forzada, tanto los gobiernos “progresistas” como la prensa enemiga colaboran en la reproducción y cristalización de un mismo principio: la democracia realmente existente, tal y cual la conocemos, es la única esperanza, la única guía para la supervivencia frente a la constante amenaza de los totalitarismos no del todo enterrados en el siglo que pasó y que no deja de pasar.

La democracia así empaquetada se reduce a un mecanismo institucional con elecciones, partidos, etc., y prevalece la visión de la política como mera delegación y representatividad. Tanto en la variante liberal como en la populista, el terreno común es el de la representación estatal, la búsqueda del “consenso” y la delegación de lo político a los mecanismos institucionales del poder. Si lo miramos detenidamente, la confrontación no es del Estado frente al Mercado, o de la política frente a las distintas estrategias publicitarias, sino de dos escuelas de marketing compitiendo entre sí. La escuela estatista, con su recuperación de la soberanía, sus derechos humanos y su defensa de la intervención estatal, y la escuela republicana, con su defensa de las libertades individuales, de la propiedad privada, y su economía liberal.

No estamos desprevenidos. Hay una profunda simbiosis entre las democracias realmente existentes y los grandes grupos económicos que concentran la riqueza mundial. El Estado y el Mercado no son dos monstruos. Más bien hay uno solo, que tiene dos cabezas: el fantasma del Estado totalitario que se hundió sin pena ni gloria hace ya más de treinta años, y el fantasma de la ambición desmedida de la gran burguesía cuyo instinto voraz debe ser administrado en dosis pequeñas para evitar el envenenamiento del sistema. La única salida que se nos ha ofrecido es, tristemente, un inestable e impreciso punto intermedio que se traduce en libertades económicas para los ricos y regulación estatal para los pobres. Pero todos estos años de experiencia en las democracias occidentales nos enseñan que el poder económico tiene mayor “representatividad” que la opinión, el consenso, o cualquier encuesta o mayoría electoral. Me remito puntualmente al hecho de que si los negocios marchan bien y no hay levantamientos populares, nadie se escandaliza por los “derechos ciudadanos” de aquellos que quedaron afuera del mapa, invisibilizados o reducidos a receptores de la caridad occidental.

Hoy lo raro sería encontrar un gobierno apoyado amplia y decisivamente por los grandes medios, como si todos fuéramos felices y comiéramos perdices. La confrontación medios monopólicos versus gobiernos democráticos trata de mantener vivo el fuego en que se forjó esta idea de que hay que elegir entre totalitarismo (extremo) o democracia (punto intermedio). En el caso que nos toca, tanto los medios hegemónicos como los gobiernos populistas son parte de una misma trampa. Comparten una misma subjetividad política, una misma manera de pensar lo político. En esta confrontación encarnizada tanto los gobiernos como sus adversarios mediáticos se amparan bajo un mismo marco conceptual, dialogan reafirmando y repitiendo lo mismo, lo ya sabido, invirtiendo el sentido pero no la dirección de los posibles caminos. Se arrojan muertos y responsabilidades de aquí para allá, pero nadie se atreve a cuestionar a la gran reina, que es la democracia representativa, con su marco institucional, el imperio de la ley y el orden.

Esta democracia es en realidad tan plástica que permite traducir en sus términos los planteos más reaccionarios, así como las –genuinas y honestas– esperanzas de reforma y progreso. Los discursos atávicos, los nacionalismos que proliferan y las escaladas xenófobas y racistas tienen su lugar privilegiado en los medios de comunicación, más aún en el caso de los que confrontan con los gobiernos “progresistas” en cuestión. Pero este discurso es tamizado, filtrado. Expresado en términos de prudencia y moderación que son moneda corriente en nuestras democracias inmaculadas. El mensaje racista se suaviza, circula en nombre de un pragmatismo tranquilizador. Nos acostumbramos a la barbarie con rostro humano. Como hemos visto muchas veces, la represión estatal se proclama como una necesidad en nombre de la seguridad, a excepción de que el acto represivo sea atribuible al gobierno y sus aliados naturales (como para citar los ejemplos locales más recientes: la represión en Bariloche, el asesinato de Mariano Ferreyra, la represión de los Qom, parque Indoamericano e ingenio Ledesma). En tal caso los principales diarios opositores encabezarán la escandalosa denuncia con su habitual cinismo.


Identidad y subjetividad

En definitiva, la estrategia estatal con respecto al problema del racismo es siempre tratar de identificar al racista confeso, al individuo o al grupo que sostiene abiertamente el discurso racista, de manera que tengamos a quién culpar, mientras que el racismo institucional (la discriminación inclusiva) sigue funcionando normalmente. Lo mismo ocurre con cualquier otra particularidad social, ya sea indigenista, de género, etc. La mejor manera de mantener en funcionamiento la segregación identitaria es señalar la amenaza constante hacia la identidad y al mismo tiempo resaltar el valor que tiene pertenecer a una comunidad con fronteras bien definidas. 

El kirchnerismo fue muy exitoso en su oferta de una identidad nacional reconstruida. El Canal Encuentro es un muy buen ejemplo de este intento de forjar una subjetividad nacional, fuertemente identitaria y a su vez pluralista, abierta y multicultural. Si existe una batalla cultural respecto del concepto de argentinidad, es sin duda el gobierno el que lleva la delantera habiendo penetrado muy profundamente en el imaginario colectivo con sus nombres y delineamientos del ser nacional, en contraste con el conservadurismo opaco del antikirchnerismo fogoneado por la prensa opositora. Nos vemos forzados a elegir entre dos grupos de objetos identitarios: por un lado, el nacionalismo democrático y multicultural, respetuoso de las minorías excluidas, encarnado por la “vuelta de la política”, y por el otro el nacionalismo ramplón cuyo anhelo inconfesable es el de la unidad Estado-Nación-Gobierno, más genuinamente fascista.

Es que toda identidad tiene algo policíaco. Si uno sostiene que la gente piensa como vive, que las formas que adopta la vida social van delineando las subjetividades, jamás podemos imaginar que las víctimas de la opresión y la exclusión puedan pensar más allá de su situación, porque no son simplemente personas que participan en la vida colectiva, sino que el sólo hecho de encajar en los (siempre difusos) parámetros de pertenencia a un grupo o comunidad  las determina completamente, y les confiere derechos que deben ser tratados de una manera especial, con cierto paternalismo conmiserativo. Siempre hay en el paradigma identitario una identidad privilegiada, y sus potenciales víctimas que merecen o bien su protección, o su destrucción. Siempre aparece un centro gravitatorio y su periferia. Y dentro de esta misma lógica, la única salida es fortalecer las fronteras que separan unos de otros. El progresismo más lúcido (que no por eso deja de ser mero progresismo) dice que culpar a las “víctimas” es un error grosero, lo que no le impide ensayar, acto seguido, una elegante demostración del teorema que dice que la gente es incapaz de pensar en su propia situación y actuar en consecuencia, o que los pueblos tienen el gobierno que se merecen, entre otras conclusiones pedagógicas y paternalistas que toman como punto de partida –justamente– la figura de la víctima. 
Pero, ¿dónde está la política? ¿Cuándo aparece algo del orden de una idea?

A favor o en contra del gobierno están los que realmente creen, sin oportunismo, que es necesario un mejor marco institucional, una serie de reformas en el sistema electoral, judicial, etc. Que entre el Estado y el Mercado hay un estrecho río que hay que navegar cuidadosamente, quién sabe hacia qué destino incierto. Y es ahí a donde todos los discursos convergen. Debemos ser cuidadosos y abstenernos, nos dicen los más esperanzados voceros de las novedades reaccionarias, de jugar el juego de la derecha; un juego cuyas reglas son exactamente las mismas que las del juego que proponen quienes pretenden encarnar la “recuperación de la política”. ¿Y qué juego es ése, el de la derecha? Bueno, no se trata tanto de hacer de cuenta que la gente no puede pensar por sí misma, sino de identificar al gobierno con el Mal absoluto. Cada quien elige a su enemigo, a su imagen y semejanza, según las conveniencias. Cualquier objeción de principios sólo alimentará la tesis de que el gobierno es malo y despótico, lo que implica atribuirle un poder confiscatorio, manipulador de las conciencias colectivas. De la misma manera, este mecanismo protector entra en funcionamiento en la insistente advertencia (por parte de los voceros del campo nacional y popular) de que los medios hegemónicos mienten. Como si sólo pudiera objetarse la opinión del experto con la segunda opinión de otro experto. De expertos y especialistas estamos muy bien servidos.

Hay infinitos matices en este arcoíris de grises. Los que defienden el mal menor (a falta de bien) sostienen que hay una tensión interna en el movimiento nacional y popular, una tensión entre disidentes velados y adictos descerebrados. Otra variante de esta defensa es el intento por demostrar que en realidad no hay tal tensión, que el campo nacional popular tiene “contradicciones” pero al final de cuentas es abierto y democrático, etc. Estamos presos en la lógica de lo inmediato. Es decir, no es pertinente hacer objeciones “principistas”, porque la derecha está al acecho, el núcleo más reaccionario está esperando el momento para atacar, y ahí reside el verdadero peligro, ahí nos espera el verdadero campo de batalla. De ahí que lo único que nos queda es pedirle permiso al Estado para que nos represente. La vieja izquierda revolucionaria no se queda afuera, proporcionando el tono más extremo de la paleta (ya sea blanco o negro, no tiene importancia).


Más allá de las fronteras del Estado y del Mercado

¿Y por qué no salimos de las fronteras del Estado? Es que el Estado no es tan sólo una armadura política; no es solamente el gobierno, las instituciones “democráticas”, la justicia, la policía y los aparatos represivos. El Estado es además el estado de la situación, las premisas ideológicas que inmovilizan la organización colectiva, que dan sustento al poder dominante, la idea de que la economía es el Alfa y Omega de la vida en común. El poder omnipresente de la lógica de libre mercado y los vaivenes del capitalismo globalizado, con su inagotable propaganda, que no responde a ningún gobierno ni a ningún Estado en particular. Las premisas ideológicas que no son simplemente falsa conciencia, o una percepción errada de lo que somos y hacemos. Por el contrario, tienen consecuencias concretas, son la manifestación práctica de los vínculos sociales.

Pero, si el Estado es también una forma de pensar (y actuar en consecuencia), si esta pretendida centralidad del Estado no es más que, en definitiva, una idea política, los medios de comunicación no son más que un instrumento de la representación estatal. Son medios de volver una y otra vez al interior del pensamiento estatal. Que un gobierno los tenga en contra sólo implica que otras fuerzas le disputan el lugar. Y el objeto de esa disputa no es necesariamente la pluralidad de voces, el consenso democrático, el respeto por el otro, o la tan prostituida libertad de expresión. La disputa es una disputa de poder. Es que el Estado, entendido de esta manera, es el lugar por antonomasia para el sostenimiento de la idea de que no hay otra cosa por fuera de él. 

Y lo que hoy está en juego es, en realidad, la validez de la idea misma.

Tal vez sea hora de pensar sin Estado. Tomar distancia del Estado implica justamente interrumpir el curso normal de las cosas, actuar por fuera de los marcos que éste brinda para “representar” a todos los agentes que, según se presume, están en igualdad de condiciones. Esto es doblemente falso. Primero, porque no es cierto que todos estemos bajo las mismas condiciones; las clases y el antagonismo social existen, por más que se haya intentado negarlas al decretar el fin de la historia. Segundo, porque no son las condiciones lo que nos determina. No podemos negar las condiciones de precariedad en la que vivimos, ni mucho menos podemos negar los aparatos de poder que las sostienen. Esto no quiere decir que debamos operar en los intersticios del poder. Tampoco es un llamado al bucolismo, ni el retorno a ningún paraíso perdido. Nadie dice que haya que fingir que el poder no existe, eso es absurdo. Lo que hay que ignorar es esa maquinaria ideológica que dice que las condiciones nos determinan. Lo único que nos determina son las ideas y principios que afirmamos y sostenemos. La dinámica global del capitalismo, así como funciona, alimenta y brinda sustento vital a millones de personas. Por supuesto, de manera desigual y caótica. Irnos al bosque enamorados de nosotros mismos a comer bayas y cantar canciones sería inmolarnos colectivamente en una murga triste y desesperada. El Estado es algo con lo que hay que lidiar, lo cual no significa que sea el medio por excelencia de transformación de la sociedad. Lenin lo sabía, aunque la vanguardia trasnochada parece haberlo olvidado.

Moverse por fuera del marco estatal implica organizarse, salir a la calle, tomar fábricas, universidades... ocupar los espacios que reivindicamos como propios, defenderlos a muerte, obligar al poder a hacer sólo lo que nosotros decidimos. Pero éstas son respuestas a una pregunta todavía inarticulada. Tomar distancia del poder implica desbordarlo, mirar al Emperador desnudo. Es ahí donde se ve claramente que la violencia del poder es en sí un acto de impotencia. Cuando el poder es impotente, ahí hubo un distanciamiento respecto del Estado.

Los mecanismos institucionales no pueden sacarnos del pantano actual. Los ominosos designios del capital son los que marcan el rumbo. Los gobiernos nacionales no tienen elementos suficientes para controlar la situación. Es decir, estamos ante un callejón sin salida. Del capitalismo no se sale por vía democrática (amén de su forma estatal). No se puede “ampliar” la democracia para salir del impasse, son otras cosas las que nos están condicionando. El marco democrático (liberal o populista), es insuficiente en el mejor de los casos. La globalización económica va arrasando con lo poco que quedaba de esa esperanza tan socialdemócrata y tan del siglo pasado. Y aún así se nos insiste en la idea de que el Estado es el lugar privilegiado para incidir en la vida colectiva. Recapitulando: si bien el aparato estatal no puede resolver el malestar que provocan las sucesivas crisis capitalistas, sólo nos queda apostar por algún proyecto racional... valiéndonos de los mecanismos del Estado. Aunque lo parezca, no es un razonamiento inconsecuente: lo que se nos trata de decir, aunque implícitamente, es que la única salida es optar por el mal menor. 

Pero nada está escrito de antemano. Es cuestión de hacer las preguntas que importan. ¿Existe otra posibilidad? ¿Existe alguna manera de salir del siglo XX, es decir, salir de la lógica que dice que sólo hay movimientos, partidos y su relación con el Estado? ¿Se puede salir de este laberinto que no lleva más que al Estado? ¿Se puede concebir el pensamiento y la acción política a partir de un sujeto político (un hipotético nosotros) y no a partir de la intermediación directa con el Estado? ¿Existirá una manera de sostener esto en el tiempo?


Ahí donde no hay certezas, hay decisiones

Las revueltas que inauguran una nueva secuencia política cuyo objetivo central no es la toma del poder del Estado, como el levantamiento de los pueblos del norte africano, no son el resultado necesario de ninguna certeza economicista. En la revuelta no están planteadas las formas, sino que hay, en principio, una afirmación del poder propio. Esto es mucho más fundamental, aún si no logra sostenerse en el tiempo. Nuestros Estados democráticos podrían simplemente mandar al ejército y reprimir masivamente, lo que no haría más que avivar el fuego; esta afirmación del poder propio tiene mayor peligrosidad que el objetivo de la toma del poder, o la imposición de un nuevo régimen de propiedad, o la reestructuración de la sociedad sobre bases productivas. Todo eso viene después, las formas y las consecuencias dependerán de la subjetividad política que se afirma. Nadie dice que no habrá violencia. Nadie dice que no será necesaria una férrea disciplina al servicio de la autoridad de las mismas ideas que se proclaman. Nadie canta loas a la desorganización y al “espontaneísmo”. Todo lo contrario: es una cuestión de principios, de fidelidad a esos principios. La organización viene después. En el despliegue de sus propias consecuencias.

Son estas experiencias colectivas las que voltean gobiernos. Hay que ver qué pasa después, pero el estudio de las posibilidades jamás podrá, por sí solo, voltear ningún gobierno, o interrumpir el curso de la historia. No es que la cuestión pase por voltear gobiernos. Se podrán estudiar todas las posibilidades que brinda el normal funcionamiento del mundo, pero lo único que puede producir una ruptura es una decisión, sobre bases inciertas, sin garantías, acerca de lo común de la vida colectiva. Una decisión de acuerdo a principios que por más precarios y transitorios que sean, son portadores de ideas que persisten en el tiempo, verdades que no dependen de ningún consenso ni opinión.

Una cosa es plantear que los intereses de clase están puestos en el dominio de los medios de producción y los aparatos represivos, y otra muy pero muy distinta es plantear que “los intereses” son los de suprimir la dominación. Poner fin a la dominación no es un interés, o un objetivo, sino una idea, que puede desplegar formas históricas. Se trata de ser más universales que las leyes del capital. En marxiano: La clase que intenta suprimirse a sí misma. Pero esto no puede partir de un programa. El mundo visto así es una máquina, y la idea subyacente es que hay que aprenderse el manual de instrucciones para hacer que la máquina siga funcionando de acuerdo a nuevos requerimientos de usuario. Esto no admite subjetividad alguna. ¿Qué tipo de emancipación es posible si la política está subordinada a “como funciona el mundo”? Así la emancipación es una idea absurda, un imposible estructural, una utopía, un idealismo abstracto. Justamente, se trata de interrumpir el normal funcionamiento del mundo, de las leyes del capital, de la jerarquización del trabajo, de la subordinación de clase, de la opresión.

Pese a las críticas contra el “reformismo”, el plano teórico de la revolución socialista también tiene la forma de un programa económico, un programa de gobierno casi: Educar al bárbaro, expropiar al rico, reorganizar el aparato productivo y distribuir comida a los pobres. Luego de todo eso, tendremos nuestra recompensa: la tan anhelada y postergada igualdad, y con suerte, la abolición del Estado. Pero si algo nos mostró el siglo que no termina de terminar, es que el límite de la política de partidos (ya sea revolucionaria, o reformista) es que al final no es más que la organización instrumental de la liberación de los pueblos, la guía consciente al proletariado inconsciente. Esto termina reemplazando unos intereses por otros. El programa viene después. El programa está determinado por las ideas políticas, y no al revés.

El academicismo sociológico puede describir con argumentos sólidos el estado de situación. Puede encontrarle un sentido a la historia, separarla en etapas, reconstruir relatos interconectados, e interpretar el curso de los acontecimientos. Puede hacer “experimentos” hacia atrás, con datos veraces. Puede construir el modelo y la teoría y contrastarlos frente a los sucesos contemporáneos. Pero la emancipación no puede derivar de ahí. La emancipación es una invención. Algo que no es asimilable por los aparatos ideológicos del Estado, que no es el resultado de un saber “objetivo”, ni una deducción a partir de datos empíricos. Es la afirmación de nuevos principios, nuevas ideas de cómo queremos vivir colectivamente. Tiene la forma de una decisión, y no la de una deducción del orden actual de las cosas. Eso no quiere decir que el trabajo sociológico deba ser ignorado. Es crucial para saber dónde estamos parados y por qué. Ahora, la decisión de salir del estado de situación es una apuesta subjetiva. Por eso la política no puede ser una ciencia aplicada. No puede ser una mera descripción de lo que somos, de cómo funciona el mundo y de cuáles son las posibilidades de cambiarlo. Ni mucho menos la prescripción de un remedio para alcanzar una normalidad concebida en laboratorios o universidades (tomando en cuenta criterios preestablecidos de lo normal y lo patológico).

Las enciclopedias del saber, por sí mismas, no son el camino a la emancipación. No sólo es cuestión de irnos a estudiar y aprendernos bien la lección (o impartirla, dependiendo de si tenés que trabajar para comer, o no). Este es el punto muerto de la secuencia emancipativa del siglo pasado: La idea de que hay que organizarnos para construir un partido cuyo fin último sea la captura del Estado.

La crítica a los “políticos” en general, a los hechos corrupción, etc., por parte de la militancia partidaria, por más revolucionaria que sea, tiende a centrar la discusión en términos de determinantes sociológicos, aún cuando la teoría marxiana haya comprobado, hoy más que nunca, su predicción del devenir de las sociedades capitalistas libradas a su propia dinámica. Siendo eso un gran campo de saber, no produce por sí mismo una verdad. Discutir en términos de corrupción, variables económicas, reclamos laborales, etc., es reducir todo a la gestión de las necesidades. La división entre explotadores y explotados es una consecuencia del capitalismo y su forma política dominante: la democracia representativa. Pero la postura de acomodar toda manifestación política a esta confrontación es volver a la opción del mal menor. El imperio de las necesidades vitales. Hay que repetir el gesto de Marx y retomar la Idea comunista sin ajustarnos a una doctrina economicista al pie de la letra.

Comprometernos con una idea emancipativa implica indagar en las posibilidades que nosotros mismos, en tanto nos organicemos para vivir colectivamente, descubramos o inventemos. Sabemos que el mundo no es justo, ni equitativo. Si el mundo fuera justo no existiría la justicia. Con esto quiero decir que la idea de justicia e igualdad sólo puede concebirse desde una postura tomada. Si todo fuera justicia e igualdad no podríamos mirar por encima de nuestras cabezas para identificar qué es justo y qué no, ni siquiera podríamos concebir la justicia. Entonces justicia, igualdad, emancipación... son nociones que dan cuenta de un movimiento y pretenden establecer un criterio ético que discrimine faltas y excesos. Y ya va siendo hora de invertir la ecuación y sostener la justicia y la igualdad como principios.
Claro que esto es un problema inconmensurable. Porque como aprendimos del Mayo francés, hay que lidiar con lo imposible. Y el garante de lo posible es el Estado. Por supuesto: Las condiciones nos sujetan al mandato de la posibilidad; pero en lugar de prometer un futuro igualitario, hay que parir el futuro hoy. A los empujones, a la fuerza, como sea. Si no, lo único que queda es transar con el estado de la situación. La transa nos lleva, tarde o temprano, de vuelta a donde empezamos.

Cuando nombramos un acontecimiento revolucionario, cuando sostenemos una política de emancipación radical, a veces el panorama se vuelve un poco difuso. Como si alejarse del Estado significara un peligro en tanto el Estado y el Mercado (la lógica del Capital) funcionan bien como están. Eso que creíamos tan sólido en realidad no cuaja. Pero no hay que perder de vista que no hay nada natural en el capitalismo; detrás del determinante en última instancia se esconde un pensamiento que lo sostiene.

El liberalismo se jacta de no haber sido nunca puesto en práctica. Ciertas corrientes marxistas comparten el mismo argumento “purista” respecto del proyecto comunista. No podemos caer en el mismo pozo los que sostenemos principios igualitarios. No podemos decir “el comunismo funciona en teoría”; tenemos que hacernos cargo de lo que se hizo en nombre del comunismo para mantener viva la Idea de la emancipación. No podemos resguardarnos en la descripción del orden vigente y sus determinaciones históricas, sino arriesgar hipótesis a contrapelo de lo que el orden establecido establece como posible. No podemos decir “esto no se hizo”, “fuimos traicionados internamente”, “fuimos vencidos externamente”, como si flujos y reflujos fueran características sociobiológicas de poblaciones humanas en ambientes controlados. Tenemos que mantener el espíritu y luchar por lo que afirmamos como nuestro, lo común a todos, a cualquiera.

Analizar los levantamientos populares desde una perspectiva histórica/clasista para decir que luego de cada rebelión viene la contra-rebelión o la toma del poder, es suponer que nada nuevo puede ocurrir. Es negar la posibilidad de un nuevo “antes y después”. Es ajustar de antemano todo acontecimiento político a los esquemas conocidos, a la ley del mundo. Es reducir toda política a una causalidad histórica/económica, como si todo lo que pueda ocurrir fuera combinaciones de lo existente (poder, necesidad). Es aceptar la tesis del enemigo: todo se reduce a una correcta gestión, a una administración de fuerzas, voluntades, posibilidades...


Hipótesis provisoria

Nuestras democracias ya no tienen el contrapeso que ejercieron los proyectos políticos libertarios del siglo XX. Hoy la democracia se erige como el garante de la reproducción del capitalismo, bajo la amenaza fantasmática del fundamentalismo totalitario. Democracia y capitalismo se imponen como una totalidad; ambas partes están mutuamente implicadas en el sostenimiento imaginario de la consistencia del todo, y por eso se confunden. Son parasitarias recíprocamente: entre ellas no hay una diferenciación estructural. Son como la ley y el pecado según San Pablo. Para el apóstol de los gentiles, la verdadera oposición no es entre ley y pecado, sino entre ley y gracia. Podríamos decir que la ley es la universalización del pecado, y no su negación, ya que los valores que defiende la ley no pueden sostenerse con los preceptos de la ley misma. Sólo la gracia, ese don universal concedido a todos los seres humanos, puede salvarnos.

Llevemos desvergonzadamente esta idea al plano político. ¿Cuáles serían las consecuencias de reemplazar “gracia” por emancipación?

Estaríamos dispuestos a decir que la democracia es la universalización de la depravación capitalista. La ley, el imperio de la democracia (en clave liberal o populista), no puede sostenerse por sí misma. Necesita de su par negado: el crimen de la explotación y la acumulación bajo el principio del lucro, el crimen de la desigualdad en la división del trabajo y la distribución de la riqueza... y viceversa. El fundamentalismo es una reacción falsa y mistificada a las inconsistencias reales de la democracia representativa. No es más que un disfraz intercambiable, necesariamente reencauzado al orden estatal. La hegemonía representativa necesita una dosificación tamizada de fundamentalismo para sostenerse. El crimen clandestino convive con el crimen oficial.

Aquí tendríamos que establecer cuidadosamente una distinción entre la ley como mecanismo de represión y control (que incluso puede estar subordinado a una idea política revolucionaria) y la ley como universalización del crimen (la hegemonía de la ley en tanto no se permita otra cosa que no sea la penalización del pecado, la mutua imbricación de la ley y el pecado). Como animales que somos, no podemos ser tan sólo esclavos de nuestra propia animalidad, ni tampoco podemos entregarnos a la pura obediencia de la ley en un mundo signado por el interés, el saqueo, el crimen.

La ideas emancipativas, a diferencia del principio de representación, sí pueden sostenerse por sí mismas. No necesitan de ningún fantasma que garantice su consistencia. Esto no vacía a la democracia de sus valores y de su legado, sólo pone en evidencia el hecho de que la “idea democrática” en sí misma no es una idea emancipativa. Las democracias representativas no pueden sostener sus propios valores; sólo una política de emancipación es capaz de retomar estas causas como propias. 


Martín López
Buenos Aires, Septiembre de 2012

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