Mundos


Si el siglo XX -abreviado según las categorías que tanto le gustan a los historiadores- empieza con la revolución bolchevique y termina con la caída del muro de Berlín, en algún momento, más temprano que tarde, empezará el siglo XXI. Mientras, estamos en una etapa de gestación. ¿Cuándo terminará, pero de verdad, el siglo XX?

Sólo se puede tomar partido ante una verdad. ¿Hay buenas y malas verdades? Si la ley de nuestra época es el consenso, la democracia representativa y el orden capitalista, ¿cuales serían las consecuencias de ser indiferentes a esa ley?. Si ante una verdad no es cuestión de ver qué lugar le asignamos, sino más bien de ver qué lugar ocupamos nosotros en ella... será cosa de buscarle los límites, para salirnos de este mundo, ignorándolo, casi como si no existiera, y ver qué lugar nos podemos hacer en el presente.

Pero esto no significa convertirnos en gandhis trasnochados. No es cuestión de ignorar las condiciones en las que vivimos, la precariedad en la que estamos obligados a surfear. No hay forma de ser indiferentes a eso; sería volvernos ascetas, hare krishnas suburbanos. Sería caer en una postura sacrificial y evasiva. 

No; no son las condiciones lo que podemos ignorar, sino la ley que dice que esas condiciones nos determinan. ¿Qué pasaría si entre nosotros, por más disímiles mundos que habitemos, afirmáramos que hay algo en común, que algo nos une aquí y ahora, de facto, que no hay promisorios futuros sino algo que es nuestro ya-ahora porque así lo decidimos? ¿Si nos animamos a vivir ese presente? 

Hay que salirse de la problemática del otro y asumir la inconsistencia de lo uno, lo propio, lo mismo de misma mismidad. Hay que animarse a habitar otros mundos. No en la particularidad del gesto identitario, sino en la singularidad del compromiso a una causa, de un posible nosotros.

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