Si Mandela realmente hubiera alcanzado la victoria, no lo veríamos como un héroe universal


Fuente: The Guardian
Traducción: Martín López

En las dos últimas décadas de su vida, Nelson Mandela fue celebrado como un ícono por liberar a su país del yugo colonial sin sucumbir a las tentaciones del poder dictatorial y la postura anticapitalista. En resumen, Mandela no fue Mugabe, y en Sudáfrica prevaleció una democracia multipartidista con libertad de expresión, y una vibrante economía bien integrada al mercado global, inmune a los precipitados experimentos socialistas. Hoy, luego de su muerte, su estatura de santo y sabio parece haberse confirmado para toda la eternidad: hay películas de Hollywood acerca de Mandela -fue personificado por Morgan Freeman, quien a su vez interpretó a Dios en otro film; todos se unen en su beatificación: estrellas de rock y líderes religiosos, deportistas y políticos, desde Bill Clinton hasta Fidel Castro. 

Entonces, ¿esta es toda la historia? Hay dos hechos clave que esta celebración pierde de vista. En Sudáfrica, las condiciones de precariedad de la mayoría pobre siguen siendo más o menos las mismas que bajo el apartheid, y la ampliación de derechos civiles y políticos se ve contrarrestada por la creciente violencia e inseguridad. El cambio principal es que a la vieja clase dominante blanca se le une una nueva elite negra. En segundo lugar, nadie parece recordar al viejo Congreso Nacional Africano, que prometía no sólo el fin del apartheid, sino también más justicia social, incluso una forma de socialismo. Este pasado más radical del CNA fue gradualmente borrado de nuestra memoria. No es de sorprender la ira creciente entre los sudafricanos negros y pobres. 

Sudáfrica es en este sentido una versión más de la recurrente historia de la izquierda contemporánea. Un líder o un partido es elegido con entusiasmo universal, bajo la promesa de un "nuevo mundo" -pero después, tarde o temprano, se tropiezan con el dilema clave: ¿Nos atrevemos a tocar los mecanismos capitalistas, o más bien decidimos "jugar el juego"? Cuando uno perturba estos mecanismos es severamente castigado por los mercados, el caos económico, etc. Por eso es que es demasiado simple criticar a Mandela por abandonar la perspectiva socialista al finalizar el apartheid: ¿Tenía realmente otra alternativa? ¿Era el movimiento hacia el socialismo una verdadera opción? 

Es fácil ridiculizar a Ayn Rand, pero hay una pizca de verdad en su famoso "himno al dinero", de la novela La rebelión del Atlas: «A menos y hasta el momento en que descubras que el dinero es la raíz de todo lo bueno, estarás buscando tu propia destrucción. Cuando el dinero deje de ser el instrumento utilizado por los hombres para efectuar los tratos entre sí, los hombres mismos se convertirán en herramientas unos de otros. Sangre, látigos, o dólares. Hay que elegir... No existe otra opción y el tiempo apremia». No dice Marx algo parecido en su famosa fórmula acerca de cómo, en el universo de las mercancías, "las relaciones entre personas se vuelven relaciones entre cosas"?

En la economía de mercado, las relaciones entre personas pueden aparecer como relaciones de libertad e igualdad mutuamente reconocidas: la dominación ya no es externalizada o visibilizada como tal. Lo problemático es la premisa subyacente de Ayn Rand: la única opción es entre relaciones de dominación directas o indirectas; cualquier otra alternativa es descartada como utópica. Sin embargo, hay que tener en cuenta el momento de verdad de la afirmación, por lo demás ridícula, de Rand: La gran lección del socialismo de Estado fue precisamente que la abolición directa de la propiedad privada y el intercambio de mercado sin formas concretas de regulación social del proceso de producción, necesariamente resucitó bajo la forma de relaciones directas de servidumbre y dominación. Sin tan sólo abolimos el mercado (incluyendo la explotación de mercado) sin reemplazarlo por una organización propiamente comunista de la producción y el intercambio, la dominación vuelve para vengarse, bajo la forma de explotación directa. 

La regla general es que, cuando un pueblo se levanta en contra de un régimen opresivo, como en el caso de Oriente Medio en 2011, es fácil movilizar a las multitudes con consignas que suenan bien a los oídos de cualquiera - por la democracia, en contra de la corrupción, por ejemplo. Pero inmediatamente después aparecen decisiones mucho más difíciles: cuando la revuelta tiene éxito en su objetivo inicial, nos damos cuenta que lo que realmente nos molestaba (la falta de libertad, la humillación, la corrupción social, la ausencia de perspectivas) persiste de otras maneras. Aquí la ideología dominante moviliza todo su arsenal para evitar que lleguemos a esta conclusión radical. Nos empiezan a repetir la cantinela de que las libertades democráticas acarrean responsabilidad, que vienen con un precio, que no somos lo suficientemente maduros si depositamos demasiadas expectativas en ellas. De esta manera nos culpan por el fracaso: en una sociedad libre, nos dicen, todos somos capitalistas invirtiendo en nuestras vidas, decidiendo dónde poner el dinero si queremos tener éxito. 

En este sentido la política exterior de Estados Unidos elaboró una estrategia detallada para controlar el peligro de las revueltas mediante una canalización de los levantamientos populares hacia límites parlamentarios más aceptables - como se hizo exitosamente en Sudáfrica cuando cayó el régimen del apartheid, o en Filipinas con la caída de Marcos, o en Indonesia con la caída de Suharto, y así en otros lugares. En esta coyuntura, las políticas de emancipación enfrentan su mayor desafío: ¿cómo llevar las cosas más allá una vez que la fase entusiasta se termina? ¿Cómo dar el siguiente paso sin sucumbir a la catástrofe de la tentación "totalitaria"? - En resumen: ¿cómo ir más allá de Mandela sin convertirnos en Mugabe?

Si queremos ser fieles al legado de Mandela tenemos que ignorar todas de estas lágrimas de cocodrilo y focalizar en las promesas incumplidas que su liderazgo generó. Podemos suponer que, a juzgar por su grandeza moral y política, Mandela fue, al final de su vida, un viejo amargado, plenamente consciente de que su entronación como héroe universal no es más que una máscara para ocultar su amarga derrota. Su gloria universal es también un signo de que no perturbó en lo más mínimo al orden global del poder.

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